Evangelio Segun San Lucas 9, 51-62.
Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. Envió mensajeros por delante y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén. Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: “Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?”
Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió.
Después se fueron a otra aldea. Mientras iban de camino, alguien le dijo a Jesús: “Te seguiré a dondequiera que vayas”. Jesús le respondió: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza”.
A otro, Jesús le dijo: “Sígueme”. Pero él le respondió: “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”. Jesús le replicó: “Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve y anuncia el Reino de Dios”.
Otro le dijo: “Te seguiré, Señor; pero déjame primero despedirme de mi familia”. Jesús le contestó: “El que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios”.

Domingo XIII Tiempo Ordinario. Ciclo C
Hoy estamos celebrando el decimotercer Domingo del Tiempo Ordinario. Las lecturas de hoy nos invitan a reflexionar sobre nuestra vocación, el llamado que Dios nos hace a cada uno de nosotros.
En la primera lectura (1 Reyes 19, 16b. 19-21), el profeta Eliseo se convierte en el discípulo del profeta Elías. Él era de una familia bien acomodada, quien desea servir al Dios de Israel como todo buen judío. Él responde al llamado de Dios destruyendo su equipo de trabajo (arado), sacrificando la yunta de bueyes y celebrando una fiesta de despedida con sus amigos y familia. Esta celebración significa el final de esta parte de su vida y el principio de otra. Pudo haber sido que fue la causa para empezar una nueva vida con nuevos ideales, sueños, ilusiones y proyectos, dejando así atrás su pasado (no necesariamente malo) o que descubrió una manera de vivir y hacer algo trascendental para Dios y su pueblo, siendo primero discípulo y dejándose formar, aprendiendo de un verdadero maestro y eso fue motivo de celebración. Eso lo nos lo dice el texto Sagrado, pero nos invita a reflexionar ¿qué debemos dejar atrás para empezar una nueva vida? Además, si queremos estar al servicio de Dios y que Él cambie nuestra vida, debemos estar dispuestos a ser discípulos y aprender de las personas que Dios pone en nuestra vida. ¿Estás dispuesto a pagar el precio?
Otro detalle importante: Dios busca a personas trabajadoras, Eliseo estaba arando. Dios nunca busca a gente floja para su servicio, de esos ya hay muchos. Si tú dices que no tienes tiempo porque tienes muchas cosas que hacer o mucho trabajo, seguramente que Dios te está buscando y te quiere a su servicio. ¿Escuchas la voz de Dios que te llama a servirle? ¿Alguna vez te han invitado a un retiro y has dicho que no tienes tiempo? ¿No vas a misa porque tienes mucho trabajo? Dios busca personas trabajadoras y tú eres uno de ellos. ¿Conoces alguna persona que sea trabajadora y que sientas que Dios lo está llamando a su servicio como sacerdote, monja, misionero, catequista, miembro del coro, etc.?
Junto con el salmista aclamemos desde lo más profundo de nuestro ser: “Enséñanos, Señor, el camino de la vida.” (Salmo 15) porque solo Él es nuestro refugio y nuestra vida está en sus manos. Bendigámoslo y tengámoslo siempre presente para que jamás tropecemos. Y si le fallamos, Él nunca nos abandonará. Busquémoslo porque solo Él tiene palabras de vida eterna.
En la segunda lectura (Gal 5, 1. 13-18), de san Pablo a los Gálatas, nos recuerda que nuestra vocación es a vivir en libertad, porque por el bautismo estamos injertados en Cristo y Él nos ha liberado para que seamos libres. La libertad no es hacer lo que nosotros queramos, eso es libertinaje. Libertad es buscar la perfección en nosotros, es decir, buscar lo que nos ayuda a lograr la mejor versión de nosotros mismos. Por eso nos invita a ser servidores, porque quien ama, vive para servir; y el que no ama no sirve para vivir. Todo bautizado, por ser discípulo de Cristo y ser templo del Espíritu Santo, está llamado a Amar a su prójimo como a sí mismo. El que no ama se destruye así mismo porque fue creado por amor, para el amor y solamente en el amor se perfecciona. Lo contrario al amor es el egoísmo, y buscar solo nuestro beneficio a costa de los demás es un acto de egoísmo y destrucción personal.
Cuando ya se acercaba el tiempo de su ascensión («el tiempo en que tenía que salir de este mundo«). Con esta expresión alude el evangelista Lucas al tiempo de la entrega de Jesús, que incluye su «ascensión» a la cruz y su ascensión a la gloria del Padre. Morir en la cruz, según una mirada meramente mundana romana, sería descender hasta lo más bajo imaginable; en el caso de Jesús, esa es, precisamente, su verdadera exaltación. Porque lo que ennoblece al hombre, lo que verdaderamente le permite encumbrarse hasta lo más alto es la vivencia radical del amor, la obediencia sin matices a la voluntad de Dios, la entrega de todo lo que se es en aras de un «bien mayor»: el de los otros, cumpliendo la voluntad de Dios. Esa es la locura de la cruz, la de considerar como bien mayor el bien ajeno, supeditando a él los bienes menores: los propios. Y es esa entrega absurda por los enemigos lo que constituye gloria para Dios. La gloria de Dios es la salvación del hombre. Por eso, Jesús cumple en el mismo gesto ambos fines: muriendo en la cruz salva a los hombres y glorifica al Padre.
«…tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén…» Traducido literalmente del griego sería: “endureció su rostro” y esta expresión significa tomar una decisión férrea («endureció») con la que se identifica todo el ser («rostro») asumiendo un único propósito, que en el caso de Jesús es emprender el viaje a Jerusalén. Es claro que dicho viaje a Jerusalén implica el destino de rechazo total y muerte que habrá de enfrentar el Salvador, por lo que cabe interpretar la «firme determinación de ir a Jerusalén» como la decisión inamovible de aceptar la muerte que allí le espera.
Muchas veces, a lo largo de la vida, el discípulo cristiano enfrentará situaciones adversas que invitan a desviarse de la fidelidad. Jesús ha sido rechazado, primero en su propia tierra (cosa que Lucas narra en el capítulo 4 de su evangelio) y ahora enfrenta el rechazo de los samaritanos. Aun así, nada le desvía de su camino. Nada podrá apartarle de cumplir el proyecto del Padre, la salvación. De igual manera, si quieres ser discípulo enfrentarás muchas veces el rechazo, la oposición y la incomprensión de quienes te rodean. Experimentarás, incluso, la oposición de tu mismo corazón a la propuesta transformadora y desafiante del evangelio. ¿Qué debemos hacer? Al mirar y contemplar al Maestro, nos sentiremos invitados a «endurecer nuestro rostro», a no dejarnos mudar de decisión y a seguir adelante con la propuesta de Dios. Quien no contempla al Maestro, puede muchas veces caer en rostros blandengues y volubles, incapaces de mantenerse firmes en la vivencia de la fe. Estamos llamados como discípulos de Cristo a tener claridad, firmeza, radicalidad y una pasión total por amar y salvar el mundo. Muchos católicos vamos por el mundo, clamando justicia, eso sí, contra nuestros enemigos, pero incapaces de dar la vida por ellos.
«Endurecer el rostro» no significa asumir actitudes intolerantes, desde la arrogancia de una supuesta superioridad, sino, al contrario, ser capaces, cada vez con mayor vehemencia, de abrazar a todos los hombres, pero, sobre todo, a los enemigos, a los antipáticos, a los que no piensan, ni creen como nosotros. «Endurecer el rostro» nos hace capaces de hacernos cercanos a todos, sin perder nuestra propia identidad, sin asimilarnos a la cultura circundante y sin vivir los antivalores que imperan en el mundo, pero garantizando en todo momento nuestra solidaridad con los demás y nuestra decisión de arriesgar la vida por su libertad, no ser esclavos del pecado. Es la «dureza» de un corazón que no está dispuesto a abandonar por ningún motivo la causa del amor, aunque le vaya la vida en ello.
Jesús, pues, parte. Deja la orilla del lago de Genesaret, donde ha llamado a sus primeros discípulos, quienes parten con Él. Comienza para ellos una nueva etapa. El evangelista san Lucas lo indica: esta partida de la Galilea anuncia la gran partida de su muerte (abandono de este mundo y de esta vida), de su resurrección (nueva e inigualable penetración del mundo y de la vida) y de su ascensión (penetración del mundo de Dios, sin abandonar la historia de los hombres). Para los discípulos que han dejado ya todo para seguirlo, es también la partida sin retorno hacia la muerte, la de Jesús y la suya propia, aunque todavía no son capaces de comprender mucho lo que les espera. Ellos también inician un viaje, que habrá de arrancarles para siempre de su anterior vida (como la de Eliseo). Ellos deben dejar a tras su mentalidad antigua de esperar un Mesías triunfalista y guerrero, de tener pretensiones nacionalistas judías. Ellos deben estar abiertos sufrir, a morir, y al redescubrimiento de los hombres –de todos- como hermanos necesitados de descubrir su verdadera identidad como hijos del mismo Padre. Es un viaje que habrá de enfrentarles a sus propios miedos y llevarles al puerto de la esperanza aún en medio de la gran tribulación.
Jesús quiere cambiar su mentalidad pasada, por ello, los reprende vivamente. A partir de este momento, los invita a abandonar la idea errónea que todavía tienen de la propia misión: no han sido escogidos para invocar el fuego del cielo sobre aquellos que les oponen resistencia. Los caminos de Jesús no son los caminos de ellos. Por el momento, Jesús no dice más. Sólo en Jerusalén, delante del Maestro crucificado y resucitado, comenzarán a comprender hasta dónde los llevará el camino que están emprendiendo: también ellos deberán, cada uno a su manera, caminar hasta el martirio y sufrir aquella muerte que hoy quieren infligir a los otros. Sólo en Jerusalén se revelará la meta que su corazón está invitado a alcanzar: la de un amor más grande, más loco y más arriesgado, el único amor capaz de transformar el mundo. El amor de Dios por nosotros.
Los inicios anuncian y prefiguran el fin. Desde el inicio del gran viaje, Jesús no es recibido por aquellos a quienes anuncia la Buena Nueva. Ya en su propia aldea, al inicio de su predicación, no había sido acogido: la gente de Nazaret, los suyos, lo habían arrastrado fuera de la ciudad y había tenido que marcharse. De la misma manera, la aldea en la que ahora quiere entrar, dejando la Galilea, se niega a recibirlo. Todos lo rechazan, los suyos y los samaritanos, los de dentro y los de fuera. Jesús y los discípulos deben retomar la marcha hacia alguna otra aldea. Ya habrá quien quiera aceptar la buena nueva que hoy muchos rechazan. Es importante fijarnos que el rechazo no mueve al abandono de la propia misión. La Iglesia no depende de la aceptación de su mensaje para continuar anunciándolo; ella debe saber partir siempre más allá de las comunidades que rechazan el evangelio, para ir a proponerlo a los demás pueblos. El misterio de la aceptación o rechazo de las enseñanzas de Jesús no nos toca descifrarlo: sólo nos toca ser fieles a dichas enseñanzas, intentado vivirlas en cada momento de nuestra vida, y anunciándolas por todo el mundo.
Por el camino, varios se irán agregando al grupo: algunos toman la iniciativa, otros son llamados por Jesús. Ya sea que estén dispuestos a partir sin condiciones o que pidan un poco de tiempo, Jesús pone, en tres fórmulas, lapidarias como proverbios, las exigencias de la vocación: dejar todo para seguirlo. La vida evangélica, en primer lugar, implica renunciar a toda seguridad: «…el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza…» Quizás todos somos llamados a revisar, en este punto, nuestra vida cristiana. Normalmente, nuestro seguimiento de Cristo está condicionado a la protección de nuestras seguridades más básicas: salud, casa, familia, situación económica, prestigio. Salvaguardados estos elementos irrenunciables de la existencia humana, estamos dispuestos a hacer algún «apostolado», a prestar algún servicio en nuestra parroquia, a adentrarnos un poco más en el conocimiento de la fe y a tratar de aplicar lo que vamos aprendiendo a nuestra vida, sobre todo, en lo que se refiere a hacer ajustes morales a la misma. Pero Jesús pide más que esto. Pide exactamente lo que no estamos dispuestos a darle: comprometer esas cinco realidades que hemos anhelado como seguridad básica: salud, casa, familia, dinero y prestigio. Mientras no seamos capaces de permitir que el seguimiento de Cristo comprometa estas dimensiones, seremos todo menos discípulos: simpatizantes con la causa, admiradores del Galileo, creyentes, promotores de la «moral católica», pero no discípulos. Seguidores a medio tiempo o creyentes, en el fondo, no son discípulos.
Tal vez, el tiempo que estamos viviendo esté exigiendo un tipo absolutamente nuevo de cristianos… discípulos-misioneros libres, apasionados y radicales, el de quienes lo dejan todo por el evangelio.
¡Lee la Biblia, confía en la misericordia de Dios y tu vida se transformará!
En Cristo y Santa María de Guadalupe
Padre Enrique GARCIA ELIZALDE